Les muestro a varias personas, en la
pantalla de mi teléfono móvil, las primeras fotografías que acabo de editar de mi último trabajo. Veo caras
de confusión, párpados entornados y algunos ceños fruncidos. A la pregunta ¿qué
te parece? recibo como respuesta otras preguntas. “Pero esto son dibujos de un
libro de ciencias ¿no? No, espera, ya lo sé ¿has fotografiado unas postales
antiguas? No entiendo estas fotos ¿te has ido de safari?” Primer objetivo
cumplido, sembrar la duda.
Cuando trabajas a partir de la obra de
otros, te planteas qué hacer que ofrezca un punto de vista nuevo o al menos
personal. A estas alturas intentar dar una vuelta de tuerca en el mundo visual
resulta difícil y más si trabajas con material de principios del siglo XX con
el que han trabajo anteriormente y con tan buen resultado, otros fotógrafos
como Valentín Vallhonrat o Hiroshi Sugimoto. Ambos, tal vez, se plantearían un
dilema parecido cuando contemplaron los dioramas que el taxidermista Carl
Akeley diseñó para el American Museum of Natural History de New York en la
primera década de 1900. Akeley, fue desgranando sus creaciones, entre 1920 y
1940, en diferentes salas del Museo. Enormes escaparates con animales disecados
de diferentes ecosistemas del planeta que recreaban, de una manera bastante
creíble, el entorno natural del cual fueron despojados aquellas criaturas
salvajes.
Los libros antiguos ilustrados sobre
fauna y flora habían quedado atrás dejando paso a las fotografías de animales
en entornos naturales, pero ni tan siquiera eso era ya suficiente, se quería
más realismo y el zoo de Central Park no ofrecía tanta variedad de animales. Ni
tan siquiera irse de safari era ya necesario. Los neoyorquinos de hace cien
años podían pasear durante un solo día y viajar sin moverse, desde las
profundidades de los bosques norteamericanos a la sabana africana o a las
tundras del Ártico. Un trabajo exquisito que permitía contrastar tu miserable
tamaño con el de un oso erguido en actitud de darte un zarpazo en cualquier
momento. Una familia de ciervos alertada de nuestra presencia por el aviso del
macho o unos rinocerontes contemplativos observándote con su mirada inerte al
otro lado del cristal son algunas de las posibilidades que permite esta
colección de bodegones con pelo y pezuñas.
De acuerdo Akeley, llevamos casi cien
años, al margen de posturas animalistas y ecologistas, comprobando que tus
monstruos de Frankenstein han envejecido bastante bien. Contigo el mundo de la
taxidermia debió de envidiarte y maldecirte durante décadas, relegando sus
esfuerzos a disecar cabezas de animales como trofeos de cazadores domingueros. Pero
yo no quiero viajar sin moverme, aunque eso me remita, como título irónico a
mis fotografías, al enorme disco Travelling
without moving que Jamiroquai publicara en 1996. Me apropio del trabajo de
Akeley y del de Jamiroquai y hago mi propio Frankestein. No invento nada nuevo
pero yo también quiero devolver la vida a esos animales que no eligieron estar
ahí y que muestran de una manera simulada una vida que hace un siglo les fue
arrebatada. También quiero devolverlos a las páginas de aquellos libros de
ciencias que los mostraban al público como criaturas lejanas, misteriosas,
inalcanzables y casi sobrenaturales. Quiero devolverles la dignidad y la
libertad que les fue arrebatada. Quiero que cuando la gente vea estas fotografías,
piense que he recorrido medio mundo y he podido sentir la emoción y el miedo de
rodearme de estas bestias. Quiero que la gente pueda imaginarse por un momento
que estos animales estaban cargados de vida cuando fueron fotografiados y
aunque solo sea por unos segundos, mantener viva esa magia. Si he conseguido
eso, me daré por satisfecho.